lunes, 5 de enero de 2015

Cadáveres de terciolpelo



Era Otoño. Esos días en que la impaciente primavera no puede esperar su turno. Para campera hacia calor y para tricota frío. Y si uno lo pensaba, el día era perfecto. Parecía un chiste del antidestino. 

Te pasé a buscar. Tarde, como siempre. En todo el camino no nos dijimos una palabra. No era necesario. La mayoría de las veces el silencio es suficiente. Verbalizar incesantemente explicando todo lo que pasa es patológicamente estúpido.

El pasto estaba húmedo. El Otoño ganó y enterró a la primavera en una tumba de hojas secas. El atardecer se perdía entre los arboles mientras los últimos vientos del sur corrían el pelo de tu cara.

Tres o cuatro horas pasaron al tiempo que el fino fluir del rió acariciaba nuestros oídos. Creo que de algún modo me hacía recordar a mi casa. Cuando los sapos explotaban y las gargantas quemaban. 

De repente empezaron a materializarse en el horizonte. Por lo menos en el nuestro. Venían flotando. Inertes, bellos, eternos. Cadáveres de terciopelo que no querían perderse la fiesta. Los vimos pasar inmobles y cuando pudimos movernos, nos fuimos. Ya lo habíamos visto todo.

Caminamos hasta tu casa. No nos dijimos nada. Nunca más. No era necesario.