domingo, 9 de noviembre de 2014

Domadores de veredas



Medias mojadas. Empapadas. Burbujas salían de los agujeros de los zapatos confirmándome que iba a estar mas cómodo con los pies en el asfalto. 
Ya casi nadie caminaba por las veredas. Todos temían caer en algún pozo que secretamente fuera un portal hacia la tristeza. Todo aquel que descendió, no volvió. Todos tenían su propia versión sobre hacia donde iban los caídos. Algunos decían que caían al infierno por irrespetuosos. Otros, que era la forma que tenía el dios Destino para ponernos a prueba. Lo cierto era que todos sabían que no valía la pena arriesgarse por recuperarlos. Es la ley de la vida. Sería igualmente inútil a querer detener la muerte. 
Cuando llovía el suelo quedaba cubierto por una marejada de agua y barro que parecía reírse mientras era recorrida. Había que ir tanteando como quien duerme por primera vez en algún lugar nuevo y se levanta a la madrugada en busca del baño. Solo los mas intrépidos, o quizás los mas estúpidos, encaraban el misterioso camino añorando poder dar otro paso. Cuando llegaban a la esquina, suspiraban triunfantes y miraban alrededor para corroborar si había algún testigo de su hazaña. Algunos se relajaron tanto que fueron atropellados y arrastrados por cuadras. Un insoportable chiste de mal gusto producto del Narciso encerrado dentro nuestro. Cientos de miles de intrépidos domadores de veredas que ponían su vida en juego cada vez que comenzaba a llover. 
Yo prefería el asfalto. Si tenia que recibir algún golpe prefería verlo venir. No entendía la lección en recibir puñetazos por la espalda. Así que cuando la primer gota me golpeaba la cara, saltaba desde el cordón desesperado escapando de todo ese universo escondido. Me ponía dos bolsas de supermercado bajo los brazos y planeaba bajito. Porque por acá siempre que llueve hay viento. Mucho mucho viento. Cuando el mar sopla es mejor no lucharlo y dejarnos a merced de cualquiera sean sus intenciones. A menudo uno se estrellaba contra algún árbol o algún container, pero el golpe ayudaba. Nos mantenía alerta con la humanidad a flor de piel y con la pesada sabiduría que solo otorga el dolor. Porque caminar a los tumbos es la única forma de andar.