Debían ser cerca de las 11 de la noche. La casa estaba casi a oscuras y desde abajo se escuchaba la guitarra de Pat mientras planeaba su viaje del día siguiente. Una vez más debí haberme quedado dormido por los inclementes golpes de la razón. Prendí un cigarro, suspiré mirando la ventana y bajé las escaleras.
Mucho humo. Demasiado humo.
Pat seguía tocando tan perdido
que ni siquiera notó mi presencia. Abrí la puerta, di un paso fuera de la casa
e inhale tanto aire como me dejaron los pulmones. Mis pulmones ya no eran los
de antes. Todavía estaban resentidos conmigo desde que los deje de saludar.
Siempre cuando dolían pensaba en Ernesto. El tenía pulmones mas maltratados que
los míos. Ni los vientos del futuro lo tiraron al piso, así que yo me
encontraba una vez con las manos vacías de excusas.
Caminé hacia los árboles
mirándolos de reojo para saber si ya había comenzado el ritual de la noche. Me
apoyé en un viejo tronco, cerré los ojos y luche contra mi memoria por recordar
cuanto tiempo había pasado desde la última vez que la había visto. Ya era
historia. No sabía cuánto de lo que guardaba en la cabeza era real y cuanto
idealizado. Ya no sabía si reír o llorar por tanta estupidez, pero si sabía
que iba a tener tiempo para hacerlo.
Siempre tenía que cerrar los ojos dos
veces para agarrar lo que flotaba. Me acordé de mi casa, de mi madre, de mí.
Sentí que la sangre de mi cuerpo empezaba a moverse más rápido y que mi corazón
no iba a darme pelea esa noche. Los árboles me miraban esperando que mis manos
dejasen de temblar. Ella estaba apareciendo en mi cabeza de nuevo. Magnifica
imagen.
Una vez me dijo que los árboles soñaban a la par de uno. Y a
veces, soñar con ellos hace que los fantasmas vaguen dentro nuestro.
Solo a veces.
Solo a veces.